El Monje


Al fin tenía unos días de vacaciones y salí literalmente huyendo de la ciudad, cómo quien intenta escapar de las garras de un monstruo. Y es que eso es esta inmensa urbe para mí, una bestia hecha de carne de hormigón y sangre de asfalto.
Todo fue tan rápido que no tuve tiempo de organizar nada. Solo deseaba soledad, naturaleza y estar lo más alejada posible de mis semejantes, aunque solo fuera por un corto espacio de tiempo.
Abrí el mapa y dejé que mis ojos se deslizaran por aquella superficie llena de letras pequeñas, de puntos rojos que señalaban ciudades, de serpenteantes rayas azules que simulaban ríos, de gruesos trazos negros que dibujaban las fronteras artificiales que conformaban provincias o regiones, de borrosas manchas marrones que indicaban cordilleras y macizos montañosos. Me pregunté dónde podría encontrar un lugar tranquilo, aislado, en el que no hubiera prisa y el tiempo no fuera un enemigo implacable sino un buen compañero de viaje. Y sin saber por qué mis ojos se detuvieron en Soria.
Siempre había oído decir que aquella tierra era de las más desoladas del país. Los comentarios que había escuchado apuntaban siempre a las mismas ideas, un lugar triste, aburrido, con poca marcha. Eso era justo lo que andaba buscando. No me lo pensé dos veces. Llené la maleta con ropa de entretiempo, no sabía en la primera quincena de junio qué tiempo haría por esas tierras. Desconecté el móvil y lo tiré sobre la cama como si fuera un molesto insecto. Miré aquella carcasa negra llena de teclas y me alegré de sacarlo de mi vida durante algunos días. Fui al despacho y cogí de la estantería mi cuaderno de dibujo, hacía tiempo que no lo utilizaba. Me senté, lo abrí y un suspiro se escapó de mis labios. En aquellas páginas, viejas y amarillentas estaban los momentos más felices de mi vida. Ya casi había olvidado el placer que me proporcionaba dibujar los lugares que había visitado y que me impactaron. Allí estaba el círculo de piedras de Stonehenge, la cueva de la Playa de las Catedrales, el Monte Saint Michel.
No es que me tuviera por una gran artista, ni mucho menos, pero sentarme frente a aquellos monumentos, ya fueran naturales o hechos por el hombre, y plasmarlos en el cuaderno, me proporcionaba una inmensa felicidad. Era cómo si con cada trazo, con cada línea, consiguiera hacer mío lo que estaba viendo, cómo si me apropiara de aquella maravilla y la aprisionara en aquel cuaderno y en mi alma para siempre. A veces, en las noches de invierno, cuando parecía que en mi batalla contra la vida iba perdiendo, abría aquel viejo cuaderno y de inmediato me trasladaba a esos lugares mágicos. Miré la fecha del último boceto, era el Faro de Lastres, en Asturias y hacía cinco años que lo había dibujado. Demasiado tiempo sin salir de este infierno de ciudad, demasiado tiempo sin tener la calma y el privilegio de estar ante un lugar que no fueran los edificios de hormigón. Abracé con fuerza aquellas tapas y decidí llevarlo conmigo, junto con algunos lápices que aún estaban en buen estado.
Cogí el coche y tomé la autovía de Burgos para desviarme después hacia Soria. Al cabo de unas dos horas y media, y ya anocheciendo, entré en la ciudad. Acostumbrada al tráfico caótico y al espacio inabarcable de Madrid, aquellas calles estrechas y tranquilas, sin apenas vehículos circulando, me parecieron un remanso de paz. Siguiendo las señales me introduje en el centro de la ciudad y pronto encontré un hotel. No parecía muy grande y era de tres estrellas, algo que mi economía podía permitirse. Aparqué el coche sin dificultad, cosa impensable de lograr en mi ciudad, saqué la maleta y me eché al hombro mi bolso-mochila que me acompaña siempre en todos mis viajes y entré en el establecimiento.
Por un momento pensé que había traspasado un portal en el tiempo. Aquella recepción parecía sacada de una película de los años cincuenta. Techos altos atravesados por fuertes vigas, paredes pintadas de color ocre y un mostrador de recepción brillante y pulido que haría las delicias de cualquier anticuario. Mientras esperaba a que alguien apareciese, confiando en que no fuera un fantasma, me fijé en los detalles de la abigarrada estancia. Había mesas y sillones recios que ya solo se encuentran en las ciudades pequeñas, en Madrid todo el mundo compra muebles suecos que se rompen al montarlos y que hacen que todas las casas se parezcan. Acaricié aquellos respaldos labrados con intrincadas molduras y noté bajo mis dedos el suave barniz y el tacto agradable de la madera maciza. Y entonces, en una de las paredes vi dos grandes cuadros pintados al óleo de una gran belleza. Eran dos rostros y al contemplarlos de cerca me hicieron recordar algo en lo que no había caído hasta entonces. Eran Gustavo Adolfo Bécquer y Antonio Machado. ¡Dios mío, cómo podía haber olvidado que aquellos dos magníficos escritores y poetas habían compuesto sus versos y sus leyendas más inspiradas en aquella ciudad y en sus alrededores!
Aún no había salido de mi asombro cuando escuché a alguien carraspear a mi espalda. Me volví y tras el mostrador vi la figura, vestida de negro, de una mujer madura y atractiva de rasgos dulces pero de mirada seria y profunda.
— ¿En qué puedo ayudarle?
La voz era suave e incluso me pareció que esbozaba una ligera sonrisa. Creo que las dos nos miramos como si procediéramos de universos diferentes.
—Voy a pasar unos días en Soria y quería alojamiento.
—No hay problema. Estas no son fechas de muchos visitantes así que el hotel está casi vacío. Le daré una de las habitaciones más grandes y con vistas al parque.
—Muchas gracias, es usted muy amable.
La mujer tomó una llave unida por una cadena a una pequeña herradura dorada y me pidió que la siguiera. Cogí mi maleta y subí tras ella al primer piso donde había varias puertas. Abrió la última y me invitó a pasar. Depositó la herradura en mi mano mientras hablaba.
—Tiene toallas limpias y agua caliente. El desayuno lo servimos de ocho a nueve. Espero que descanse y que encuentre lo que está buscando.
Y sin darme tiempo a responder cerró la puerta y me dejó sola y asombrada ¿Qué sabría aquella mujer de lo que yo estaba buscando? Parecía que aquel viaje inesperado e improvisado iba a ser de lo más extraño.
Mi habitación era muy amplia y con muebles tan antiguos como los de la estancia inferior y además tenía una enorme cama con dosel. Me di un relajante baño en una bañera de porcelana con patas de bronce digna de un marqués y me quedé tan relajada que se me quitaron las ganas de salir a cenar, así que me introduje entre las fragantes sábanas y enseguida me dormí, cosa extraña, pues en mi casa me costaba bastante conciliar el sueño.
Me desperté temprano y con un hambre de lobo. Me aseé, me vestí, tomé mi mochila y mi cuaderno de dibujo y bajé buscando el desayuno. En el pequeño comedor, anexo a la recepción, había una mesa ya preparada. Nunca había visto tanto primor y tanto detalle en un hotel. El mantel era de lino con delicados bordados en rosa que hacían juego con la servilleta, la taza y el plato eran de cerámica con una decoración preciosa, el vaso del zumo de naranja era de cristal labrado, los cubiertos parecían de plata y todo aquel majestuoso conjunto se completaba con un jarrón lleno de flores frescas. Me senté con cuidado de no romper nada y al instante apareció una jovencita ataviada con un uniforme negro y un delantal y una cofia de un blanco inmaculado. De nuevo pensé que aquella ciudad estaba anclada en un tiempo distinto al mío.
—Buenos días, señorita ¿Café o té?
—Café, gracias.
La joven se marchó silenciosamente y regresó a los pocos minutos con una bandeja repleta de manjares. Me sirvió un aromático café y dejó la elaborada cafetera de alpaca para que me sirviera todas las tazas que quisiera. A mi disposición había un plato de tostadas recién hechas de pan de pueblo, una pequeña cesta que contenía toda clase de bollos con aspecto de ser caseros, una tarrina de la famosa mantequilla de Soria, varios cuencos con distintas clases de mermeladas y unos humeantes huevos revueltos con jamón. Probé un poco de todo. Aquel delicioso desayuno era digno de una princesa y por unos momentos me sentí como tal. Cuando hube terminado fui a recepción para devolver la llave.
La enigmática mujer de la noche anterior parecía estar esperándome.
— ¿Ha descansado bien?
—Perfectamente y muchas gracias por el desayuno, ha sido toda una experiencia.
La mujer me miró cómo si no entendiera de lo que le hablaba.
—Es el desayuno que servimos a todos nuestros huéspedes.
Me pareció que mi lenguaje no era del todo apropiado para aquel establecimiento. Decidí expresarme con más propiedad.
—Voy a visitar la ciudad ¿Podría recomendarme un itinerario?
Ella se inclinó tras el mostrador, sacó lo que parecía un plano y lo dejó sobre la pulida superficie. Sonrió y me dijo.
—Piérdase por Soria.
Y se marchó hacia el comedor para ayudar a la joven criada a recoger los restos del desayuno. Aquella extraña mujer no dejaba de sorprenderme pero decidí seguir su consejo.
Me puse a callejear por Soria que resultó ser una ciudad hermosa, tranquila y llena de historia. Edificios señoriales, palacios reconvertidos en dependencias públicas, hermosos jardines. Me llamó la atención el sosiego y la serenidad que se respiraba por todas partes. La gente caminaba sin prisas, se saludaban unos a otros, se miraban a los ojos. Yo no estaba acostumbrada a algo así, en Madrid esa calma no existe y todo el mundo corre enloquecido de un lado para otro y siempre mirando al suelo. Poco a poco la calma de Soria me fue envolviendo y mis pasos se hicieron más lentos. Me di cuenta de que por primera vez en mucho tiempo estaba paseando y no tenía la necesidad de ir a ningún lugar.
Al doblar una calle estrecha y sombría desemboqué en una pequeña plaza. Era una maravilla, parecía sacada de esas postales antiguas de bordes dentados y color sepia. Las casas que la rodeaban eran señoriales y parecían haber sido conservadas con esmero. Miré el rotulo gastado que había en una de las esquinas, “Plaza del Olvido” se llamaba, me pareció un nombre muy apropiado. Había algunos árboles altos y frondosos a cuya sombra habían puesto unos bancos de hierro. Me senté en uno de ellos y contemplé toda la belleza y la historia que me rodeaban. Hacía calor, pero a la sombra de aquellos gigantes verdes se estaba bien. Entonces reparé en un extraño edificio que había frente a mí y en el que no me había fijado en un principio. Eran unas ruinas. Aún estaba en pie la fachada gótica de lo que parecía una iglesia, pero los muros laterales estaban medio derruidos y entre las piedras caídas asomaba una abundante vegetación, hiedras trepadoras, sencillas amapolas rojas, amarillos y humildes jaramagos y ásperas ortigas parecían haberse adueñado de aquella extraña construcción. Era una visión fascinante. No me lo pensé dos veces, tenía que dibujar aquellas piedras caídas, aquella vegetación llena de color. Abrí mi cuaderno, puse los lápices a mi lado, estampé la fecha en una esquina y comencé a dibujar aquellas ruinas con verdadero placer.
Siempre que pinto me ocurre lo mismo, me abstraigo de todo lo que me rodea y el tiempo deja de tener sentido, solo existe la hoja de papel, los trazos que la van surcando y aquello que me ha llamado la atención, por eso me sobresalté al ver que a mi lado había alguien.
No supe cómo había llegado hasta allí. Era un hombre mayor pero de edad indefinible. Por un momento pensé que podría tener setenta años o setecientos. Tenía el pelo completamente blanco, abundante y con ondas. Su rostro era anguloso y poseía unos ojos profundos, pardos y almendrados. La nariz era ligeramente aguileña y los labios estaban muy definidos, casi parecía tener una boca femenina que contrastaba con una barbilla prominente y varonil. Llevaba una perilla y un bigote cuidado que se curvaba hacia arriba. Tenía el aspecto de un caballero decimonónico, con un elegante traje negro y un chaleco gris. Apoyaba ambas manos sobre un bastón de ébano con mango de plata y estaba mirando mi dibujo.
—Bonito boceto.
Su voz era ronca y profunda.
— ¿Es usted pintora?
—No, no, en absoluto.
El hombre guardó silencio y ahora su mirada se dirigió a las ruinas que estaban frente a nosotros.
— ¿Le importa que me haya sentado a su lado sin pedirle permiso? Estaba usted tan concentrada que no he querido interrumpirla.
En Madrid que un desconocido te abordara en un lugar solitario era motivo de inquietud y probablemente me habría marchado de inmediato, pero no estaba en la capital sino en Soria, un lugar donde todo parecía distinto y donde las reglas eran diferentes. Aquel anciano me pareció un hombre encantador y su presencia me resultó agradable.
—No me molesta y ya que está usted aquí, ¿sería tan amable de decirme qué son esas ruinas?
El hombre guardó silencio y pareció perderse en sus propios pensamientos, hasta que contestó a mi pregunta.
—Son lo que queda del Monasterio de San Miguel y al parecer fue edificado sobre un antiguo asentamiento pagano. Ya sabe la Iglesia siempre se ha apropiado de los lugares sagrados construyendo sobre ellos sus edificios.
—Debió ser grande y muy hermoso.
—Eso dicen. Perteneció a la orden de los Benedictinos y en sus dependencias, aunque separados por un alto muro, había también un convento de monjas.
— ¿Monjes y monjas conviviendo en un mismo recinto?
—No es muy frecuente, pero tampoco inusual. Son pocas las personas que se detienen en esta plaza a contemplarlo, y mucho menos a pintarlo. Todos lo han olvidado, ya nadie recuerda su historia.
Al oír aquellas misteriosas palabras sentí la imperiosa necesidad de escuchar lo que aquel hombre quisiera decirme de las piedras dormidas que se alzaban ante mí.
— ¿Le importaría contarme esa historia?
—Es larga.
—No me importa, afortunadamente hoy no tengo nada que hacer y en su ciudad el tiempo parece que transcurre lentamente. Soy toda oídos.
El anciano sonrió, volvió a mirar las ruinas y comenzó a hablar.
—Hace mucho tiempo que oí esta historia de labios de mi abuelo y, según él me dijo, se la contó a su vez el suyo. Cuando los cuentos han viajado tanto terminan convirtiéndose en leyendas y la del Monasterio de San Miguel es una de las más antiguas, tanto que ya casi nadie la recuerda. Tal vez por eso esta Plaza se llame “del Olvido”.
Cuentan las crónicas, y murmuraban las viejas comadres, que en esta ciudad vivía un joven huérfano sin fortuna y sin apellidos, un zagal que se ganaba la vida honradamente pero que era más pobre que las ratas.
El destino o el azar quisieron que un día se cruzara, en el mercado, con los ojos de una joven tan hermosa que Gonzalo, que así se llamaba el mozo, cayó rendido de amor por ella nada más verla. Elvira era el nombre de aquella diosa de ojos azules, piel de mármol y cuerpo de escultura y, para desgracia de nuestro hombre, pertenecía a una de las familias más nobles de la ciudad. Pero aquella diferencia de clases abismal no amedrantó a Gonzalo que removió cielo y tierra hasta que consiguió verse a solas, un atardecer, con la mujer que adoraba.
Elvira, cortejada y pretendida por los mejores partidos de Soria, sintió curiosidad cuando su doncella le habló de un joven hermoso como el sol que quería conocerla.
—Es pobre —le dijo la criada— pero jamás habréis visto a alguien tan apuesto y tan fuerte, ninguno de sus pretendientes le hace sombra en cuanto a galanura.
Aquellas palabras despertaron la curiosidad de la dama, porque Elvira, a la par que hermosa, era cruel y estaba acostumbrada a jugar y a reírse de los hombres. Decidió, pues, conocer al tal Gonzalo y lo citó una tarde junto a un alto olmo que crecía a la salida trasera del jardín del palacio en el que vivía.
Cuando vio a Gonzalo tuvo que reconocer que su criada tenía razón. Era alto, de cabellos castaños largos y ondulados y poseía los ojos más ardientes y sinceros que nunca había visto. A pesar de las pobres ropas que vestía, aquel joven tenía la prestancia de todo un caballero, aunque no poseía ni riquezas ni apellido y por lo tanto no estaba a su altura. Por su parte, Gonzalo, al ver a su diosa hincó una rodilla en tierra y la miró cómo quien observa una aparición celestial.
—Decidme, mi señora, qué puedo hacer para ganarme vuestro favor. Sé que no soy nadie, que ni siquiera merezco dirigiros la palabra, pero soy fuerte y todo lo que tengo lo pongo a vuestro servicio. Mandadme lo que querías y vuestros deseos serán mis órdenes.
Elvira, en lugar de sentir compasión por aquel loco enamorado, decidió burlarse de él, pero tan taimadamente lo hizo que el pobre muchacho creyó que su ángel le hablaba en serio.
—Tengo entendido que pronto se van a reiniciar las guerras en Flandes. Podríais alistaros, dicen que quienes regresan con vida vuelven ricos y con títulos. Tal vez entonces podréis obtener mis favores y, quien sabe, si también mi mano.
No necesitó oír más el osado enajenado de amor. De inmediato se apuntó en los tercios y se marchó por esos mundos del norte donde pasó calamidades sin cuento, peligros de todo tipo, donde cayó herido de flechas y espadazos y donde a punto estuvo de perder la vida varias veces. Pero nada lo detenía, nada le impedía recuperarse de sus heridas y seguir batallando con tal valentía que pronto su fama llegó hasta el Emperador.
Cuando estuvo ante el glorioso amo de medio mundo y este le preguntó por el origen de su arrojo, Gonzalo tan solo contestó.
—Mi valor me lo da el amor, mi fuerza el resplandor de unos ojos azules y mi espada está dirigida por el recuerdo de unos labios rojos como las granadas.
Al oír aquello el Emperador sonrió.
—Has peleado bien y te has ganado el respeto de tus compañeros y el mío propio. No hagas esperar a esa afortunada dama. Regresarás con riquezas y el título de Señor de la Pedanía de Valleverde. No volverás a las batallas, no querría que ninguna flecha enemiga partiera un corazón tan noble y tan enamorado.
Hasta los reyes más poderosos se conmueven con el amor y sin embargo hay mujeres cuyo corazón es tan frío como el mármol y Gonzalo pronto iba a descubrir que su adorada Elvira era tan hermosa como malvada.
Cuando regresó a su ciudad, tras cinco años de duras batallas, rico y noble, enseguida le contaron las nuevas que por Soria circulaban. Así supo que la pérfida Elvira se había casado, a los pocos meses de marcharse él, con uno de sus pretendientes más nobles, con el hijo de un conde que pronto heredaría tierra, titulos y riquezas.
Corrió a hablar con la antigua criada de la dama y esta le conformó sus temores.
—Dª Elvira solo ama el poder y el dinero. Se burló de vos y a mi me echó de su servicio al poco de casarse y eso que dediqué lo mejor de mis años a cuidarla. No es buena, mi señor, su corazón es de piedra y sus entrañas de hierro. Mejor será que ahora que venís rico pongáis los ojos en alguna otra mujer que os quiera de verdad, aunque no sea tan hermosa como Dª Elvira.
Destrozado, triste y humillado, Gonzalo, supo que jamás volvería a amar a mujer alguna, que nunca se enamoraría de nuevo, que su corazón había sido herido de muerte y que, al contrario que las cicatrices del cuerpo, las del alma no se curan jamás. Desolado repartió todas sus riquezas entre los pobres, donó su título a la Iglesia e ingresó en este Monasterio de San Miguel donde, como un monje más, se dedicó a la vida de pobreza y oración, aunque su dolor era tan grande que al cabo de dos años enfermó y murió con el corazón destrozado de amor.
El anciano detuvo su narración y pensé que aquí se terminaba la fascinante historia que me estaba contando.
— ¿La estoy aburriendo?
— ¡Por supuesto que no! Ha sido una historia maravillosa.
—Aún no ha terminado. ¿Desea escuchar el resto?
—No me lo perdería por nada del mundo.
El hombre sonrió de nuevo y volvió a mirar hacia las ruinas, cómo si en aquellas viejas piedras estuviera escrita la historia que me estaba narrando.
—Cuentan que el alma de Gonzalo subió directa al Cielo pero que sus puertas permanecieron cerradas. Una voz con una intensidad que el joven nunca había escuchado lo envolvió.
“No puedes entrar aquí, hijo. Este lugar solo es para aquellos que, aunque solo fuera por una vez, han sido amados, han recibido una caricia o han sido tratados con ternura. Si nada de esto te ha ocurrido no sabes qué lenguaje se habla en el Paraíso y por lo tanto no llegarías a comprendernos nunca y tu estancia aquí no tendría sentido.”
Gonzalo recordó su triste pasado. No había conocido a sus progenitores, nunca había sentido el beso de una madre ni la caricia de un padre y la única mujer a la que amó se burló cruelmente de él.
—Tienes razón —respondió Gonzalo a aquella voz imponente sin rostro—. No soy digno de traspasar estas puertas. Nunca fui amado, aunque sí amé con todas mis fuerzas.
“Debes volver”
— ¿Volver? ¡Pero si he muerto!
“Es tu cuerpo lo que han sepultado, pero tu alma y tu corazón siguen intactos. Tienes que regresar y lograr que alguien te ame.”
El joven se echó a reír.
—Si no conseguí que me quisieran en vida, mucho menos lo harán estando muerto.
“Eso no lo sabes, Gonzalo. Si logras que alguien te ame estas puertas se abrirán para ti de par en par y mis ángeles te estarán esperando.”
Resignado, el joven regresó al mundo de los encarnados, a su ciudad y a su Monasterio. Y así comenzó la leyenda del fantasma de San Miguel.
Dicen que se veía pasear a un monje joven y gallardo, por los claustros del cenobio, sobre todo en la zona del convento de las monjas. Estas juraban que lo observaban en las noches de luna llena sentado en la fuente o deslizándose entre los cipreses del jardín y que solía cantar hermosas canciones tan tristes que partían el corazón. Pero como al fin y al cabo aquellas santas eran también mujeres y estas son muy dadas a las fantasías, el obispo no les hizo mucho caso y el final ellas se terminaron acostumbrando a aquella inofensiva y taciturna alma en pena.
Quiso la Providencia que un día llegara al convento una joven, casi una niña, perteneciente a una de las familias más importantes de la ciudad. Alba era su nombre y a pesar de su belleza y de los muchos hombres que la pretendían, ella prefirió casarse con Dios y estar siempre en compañía de los santos.
Era la primera en levantarse, en hacer sus tareas, en murmurar sus rezos y en cantar, con una voz melodiosa, en el coro. Era la más joven y todas sus hermanas la querían. Decían de ella que tenía una sensibilidad exquisita y que su corazón era tan puro que, si así lo quisiera, podría haber visto hasta a los ángeles.
Una noche clara, de luna llena, Alba no podía dormir, se sentía inquieta y cuando eso le pasaba iba al claustro a sentarse junto a la fuente, el agua clara que de esta manaba le serenaba el cuerpo y el alma. Se acercó al borde para beber y entonces vio, reflejado en el líquido cristal, la figura de un joven tan hermoso como triste. Asustada levantó los ojos y, al lado de uno de los altos cipreses, contempló a Gonzalo. El fantasma y la monja se miraron a los ojos y dicen que la noche se detuvo, que el agua de la fuente dejó de manar y que en el Cielo se escuchó un suspiro.
A la mañana siguiente Alba relató a la madre superiora lo que había visto y esta le contó la desgraciada historia del hermoso Gonzalo, el joven monje, que paseaba su pena por San Miguel en las noches de luna llena.
A partir de aquel día Alba y Gonzalo, una mujer viva y un hombre muerto, no se separaron en ningún momento. Si las otras monjas podían entrever en la oscuridad nocturna la sombra reluciente de Gonzalo, Alba era capaz de contemplarlo, no como una simple niebla luminosa, sino como el hombre apuesto que era a todas horas, ya fuera de día, de noche cerrada o con el cielo nublado. Y a su vez el monje acompañaba a la joven de la mañana a la noche, en la iglesia, en el huerto y la escuchaba cantar en el coro, escondido entre las sombras de la iglesia. Las monjas se preguntaban por qué a Alba la envolvía un extraño fulgor plateado, no sabían que esa luz era el propio Gonzalo que la rodeaba con sus ropajes de bruma.
Solo a través del sueño podían los dos jóvenes enamorados comunicarse. Mientras Alba dormía, él, que siempre velaba sus sueños, le hablaba sin palabras, directamente al corazón y ella podía responderle. Así se declararon su amor, un amor que estaba fuera de las leyes de este mundo. No podían tocarse, ni besarse. Cuando ella extendía sus manos para acariciarlo solo palpaba el aire y cuando él abría sus brazos para rodearla, Alba solo sentía un escalofrío.
Las monjas se dieron cuenta de lo que ocurría y le aconsejaron que se olvidara del fantasma, que volviera a sus rezos y se alejara de las ánimas en pena que nunca eran buena compañía.
Poco a poco la joven dejó de sonreír, de cantar y hasta de comer. Tal era su amor por el monje muerto que la vida empezaba a no importarle. Una noche, en medio del sueño, preguntó a su amado.
— ¿Qué hay que hacer para ser un fantasma como tú?
—Morir de amor.
La joven no pensó en nada más. Solo deseaba estar junto a Gonzalo, cruzar el umbral donde él habitaba y que a ella le estaba vetado. A la noche siguiente, Alba, salió a escondidas del Monasterio, atravesó la ciudad vacía y silenciosa, se asomó al puente de piedra y desde allí se arrojó a las aguas del Duero que se abrieron para recibirla. No escuchó los gritos de Gonzalo porque los fantasmas no tienen voz, ni vio como las lágrimas caían por su rostro de niebla.
Al medio día, las aguas del río mecieron el cadáver de la niña y lo depositaron suavemente en la orilla entre los juncos cómo quien entrega un valioso presente. Toda Soria lloró su muerte. Sus hermanas decían que se había quitado la vida por amor al fantasma de San Miguel, pero como las mujeres, aunque sean santas, tienen mucha imaginación, nadie les hizo caso.
Gonzalo contempló como su amada era enterrada en el cementerio del convento. Allí estaban las monjas, los monjes, el obispo, el alcalde y sus padres, todos lloraban desconsoladamente. Las campanas de todas las iglesias de la ciudad tocaron a muerto y las cigüeñas abandonaron sus nidos en las torres para volar en círculo sobre San Miguel en honor a Alba.
Cuando el cementerio se quedó solo y la noche cubrió la tierra, el fantasma de Alba surgió de su tumba y Gonzalo, que la esperaba de pie junto a la lapida de mármol, la tomó de la mano y se elevó con ella hasta las puertas del Cielo. Y allí volvió a escucharse la voz del Creador.
“Tú puedes pasar, Gonzalo. Ya conoces el lenguaje del amor y eres bienvenido, pero Alba no puede acompañarte”
— ¿Por qué, Dios mío?
“Porque ella se ha quitado la vida y ese es un don que nadie tiene derecho a arrancarse. La existencia es sagrada y solo Yo la doy o la arrebato.”
Los dos fantasmas se miraron horrorizados. El joven fue quien habló porque la niña solo lloraba.
—Entonces, Señor, vuelve a cerrar las puertas del Cielo, un Cielo que para mí sería el Infierno si estoy sin ella.
Y sin esperar respuesta los dos enamorados regresaron a la Tierra, a Soria y al Monasterio de San Miguel.
Y cuenta la leyenda que Alba y Gonzalo continúan viviendo entre las ruinas del cenobio y que se les puede ver en las noches claras de luna llena. Pasean juntos su amor imposible, el amor maldito de dos enamorados que renunciaron al Cielo para estar juntos el resto de la eternidad.
La voz del anciano cesó y me quedé suspendida en el pasado, sobrecogida por aquella historia que él había contado con una voz tan profunda y una emoción tan honda que me pareció sentir en el alma el dolor de aquellos desdichados.
—Tenga cuidado puede estropear su dibujo.
Observé el boceto y vi que algunas lágrimas habían caído sobre el papel produciendo un borrón. Intenté secarlo con mi pañuelo y cuando levanté la vista comprobé que estaba sola. Mi anciano interlocutor había desaparecido tan repentinamente como llegó. Miré por todas partes pero no vi a nadie. Preferí no hacerme preguntas. Todo era tan extraño, parecía cómo si aquel hombre me hubiera traslado a otra dimensión, por eso casi no me sorprendió comprobar que se había hecho de noche sin que me diera cuenta. El tiempo se había dislocado, pasaron horas donde yo creí que transcurrían minutos. Cerré el cuaderno, me eché la mochila al hombro y regresé al hotel.
El resto de la semana lo pasé viendo las maravillas que aquella provincia escondía y que eran sorprendentes, desde las montañas más altas a las llanuras más solitarias, pero en ningún momento olvidé la historia de Alba Y Gonzalo. Decidí, la tarde anterior a mi regreso a Madrid, volver a visitar las ruinas de San Miguel, tal vez, si tenía suerte, podría ver de nuevo al anciano y despedirme de él.
Pasé horas buscando la “Plaza del Olvido” pero no la encontré. Pregunté a unos y a otros, pero nadie conocía aquel sitio y algunos me miraban como si estuviera loca cuando les pedía indicaciones sobre cómo llegar al Monasterio de San Miguel
Desorientada y confundida me di por vencida y regresé al hotel. Tras el mostrador estaba la extraña mujer a la que no había vuelto a ver en toda la semana. Le pedí que me preparara la cuenta pues me marchaba la mañana siguiente muy temprano.
— ¿Qué tal su estancia en Soria, le ha gustado?
Le dije que sí y también le conté lo que me había ocurrido y mi extrañeza al no encontrar la “Plaza del Olvido”. Ella no pareció sorprenderse y esbozó su enigmática sonrisa.
—Esta ciudad está encantada y guarda muchos misterios, tal vez usted se haya topado con uno de ellos.
Y diciendo esto señaló a los dos cuadros que colgaban de la pared.
—Hay quienes dicen que tanto D. Antonio como Gustavo Adolfo aún se pasean por estas calles y siguen contando sus historias y sus poemas a aquellos que saben escuchar con el corazón. Mañana tendrá preparada su cuenta.
Y sin decir más se marchó dejándome atónita.

Al día siguiente volví a Madrid. La ciudad me pareció más grande, más sucia y más inhóspita que nunca. Después de haber disfrutado de la calma de Soria, aquella urbe de locos me resultó insoportable y pensé que cada vez que regresaba me costaba más adaptarme. Deshice el equipaje y antes de volver a guardar el cuaderno de dibujo lo abrí y miré el boceto de las ruinas y allí, entre las piedras antiguas de San Miguel que yo había pintado, y justo en el borrón que dejaron mis lágrimas, estaban perfectamente definidas dos figuras, la de un apuesto monje y la de una dulce joven que me miraban con una triste sonrisa en sus labios.



Dedicado a Gustavo Adolfo Bécquer, 
el escritor que jugaba con las palabras 
hasta convertirlas en leyendas









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